Muerdo con fuerza,
con tanta energía que mis colmillos parecen romperse. Es que aún estamos en la
cima de nuestro amor. Mezclando nuestros cuerpos salvajemente. Roen impacientes
unos con otros y necesitan de tu cuerpo. Entonces, en mi cabeza, esto se hace
insostenible e instintivamente lo hago: te abrazo con este cuerpo mío y te
devoro. Estabas tan apetitoso que no pude resistirme y me lancé hacia vos. O te
lancé a mi boca.
Gemías mientras yo
saboreaba tu cuerpo. Era necesario, casi sin notarlo, por inercia, te comía
vivo. Mis ojos te miraban pero no te veían. Sabía que eras vos y sabía lo que
estaba pasando. El impulso seguía. Vos ahí, casi obligado, me ayudabas, te
inclinabas para ayudarme en la tarea de comerte. ¿Eras conciente de que te iba
a comer? Yo, ahora preñada de vos, con crías que nacerán sin padre puesto que
me lo estoy comiendo. Canibalismo. Lo siento.
Te enlacé con mis
enredos, te engalané y te traje hacia mí. Trémulo, ahí estabas, dispuesto a
seguir tu destino. Me abalancé con ganas, con ímpetu, con ansiedad. No sabía lo
que realmente pasaba, no habíamos consumado aun nuestro amor y ya estaba
comiéndote. Mis patas te abrazaban y apretaban fuerte, aunque nunca fue tu
intensión escaparte. Momento delicioso, saciado. Mis labios rozaban tu cuerpo
mientras entrabas en mí. Te besé todo, te acaricie el cuerpo, te disfruté
completo.
Era preciso
hacerte mi comida, tal vez para proteger a mis futuros retoños. Algo me exigía
esta acción y creo que vos también lo sabias. No opusiste resistencia. Mis ocho
ojos te miraban con placer, mis ocho patas te sostenían el cuerpo. Esa
sensación de que todo estaba bien. Este canibalismo sexual, aunque no lo
quisiéramos, aunque no entendiéramos, y a nuestra manera, lo emprendimos
juntos. Te comí y me dejaste comerte. Nos conectamos. Fue de a dos. Sacié con
tu cuerpo la voracidad que me provocó tu mismo cuerpo.
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