domingo, 11 de septiembre de 2016

Lepantito

“Umuntu, nigumuntu, magamuntu”
(Una persona es una persona a causa de los demás)

                    Le decían “Lepantito”. No porque fuera del Golfo de Lepanto, sino porque era manco. Su padre adoptivo, Conrado, fue el creativo. Cuando lo vio por primera vez, aquel 07 de Octubre en la orilla del rio Tugela, jugando, corriendo de acá para allá, sonriente, con su bracito, le dio tanta ternura y no pudo resistirse. Amaba al escritor y no dudó en apodarlo tras él. Desde entonces es conocido por este nombre.
Lepantito procedía de las tribus Zulú, en Sudáfrica. Hasta los once años de edad, nunca había salido de estas tierras y llevaba una vida muy distinta a la de la civilización. Era un niño tímido pero travieso. Le encantaba jugar a la orilla del río, cantar y bailar. Tenía un andar distinguido y una mirada enigmática. Sus ojos oscuros, perfectamente redondos, atraían a cualquiera. Era especial. Conrado, no pudo dejar de observarlo desde el día en que lo conoció.
Al principio, lo miraba a la distancia, luego, a medida que pasaban los días y su cara se hacía conocida, se acercaba para saludarlo con un “Sawubona”, a lo que Lepantito, lo miraba extrañado por unos segundos y luego lanzaba un “sawubona”, casi en susurro, para salir corriendo junto sus amigos. Conrado trataba de aprender su lengua para conocer las costumbres de la región. Para ello se valía de los aldeanos que hablaban inglés – idioma que los Zulú utilizaban para comunicarse con los extranjeros – y aprender de ellos. Fueron estos quienes lo introdujeron en la escueta historia que se sabía del niño de un solo brazo.
Lepantito, había perdido a toda su familia hacia  aproximadamente un año, momento en el que llegó a esta aldea, sólo y temeroso, buscando refugio. Rondaba los 11 años de edad. Todos los aldeanos lo acobijaron en un santiamén preocupándose por su bienestar. Estaba hambriento, sediento y nervioso. No hablaba, solo atinaba a cobijarse bajo los brazos maternales de alguna mujer. Nada dijo por varios días. Con el tiempo se fue soltando y adaptando a la nueva comunidad. Explico a regañadientes cómo había perdido a su familia. Pero negaba explicar más sobre el tema. Por las noches, llamaba en sollozos, a su “Umama”. Siempre estaba medio enfermo. A veces, en solitario,  se quedaba quieto en algún lugar cantando la canción “Senzani na?”, costumbre que nunca perdió en su vida. Comía poco, dormía en diferentes chozas, ya que se negaba rotundamente a establecerse con alguna familia. Sin embargo, en los momentos que estaba bien, sonreía con placer y se divertía como nunca. Ofrecía su ayuda en cuanto pudiera y siempre agradecía por sus cuidados: Ngiyabonga -  decía con su carita tierna. Era un niño bien educado. Todos en la tribu lo cuidaban y se preocupaban por él. Se hacía querer.
Conrado estaba de paso allí, sacando fotografías a la tribu. Era español, vivía en Madrid. Se apasionó tanto por la vida de Lepantito que se quedó más tiempo de lo planeado. Le intrigaba conocerlo. Era un maestro retirado, de unos cincuenta años de edad. Alto, canoso, de ojos color pardo. Muy inteligente y bondadoso. Separado. Tenía una hija de treinta que vivía en América. Su única compañía era su cachorro labrador, Tau. En la actualidad, trabajaba para una revista escribiendo artículos de diferentes temáticas. No necesitaba realmente trabajar puesto que había heredado una gran fortuna de su abuelo. Pero, como era aventurero y disfrutaba conocer diferentes culturas, se embarcó en la tarea de realizar artículos de distintas culturas del mundo. Eh aquí que desembocó en la tribu Zulú.
Uno de esos días en que Conrado estaba investigando esta cultura, Lepantito enfermo gravemente. Levantó mucha fiebre y sentía dolor en todo el cuerpo. Recurrieron al Inyanga (médico) y también a la sangoma (curandera) del lugar quienes hicieron todo a su alcance, pero nada resultaba. El niño empeoraba cada día un poco más hasta quedar inconsciente. Permaneció más de un mes en este estado hasta que Conrado se lo llevó a la ciudad más próxima, a un hospital.
Pasaron dos meses más antes de que a Lepantito pudiera abrir los ojos y tener consciencia. - Umama, Ubaba - Gritó. Pero no hubo respuesta, miro azorado a su alrededor. Se asustó. Nada le era familiar. Todo diferente. Se desesperaba y seguía llamando a sus padres. Conrado lo tomo de la mano y trato de calmarlo. Isibhedlela - le decía, explicándole que estaba en un hospital. Él reconoció la voz y se tranquilizó. Es que en los últimos tres meses, Conrado nunca se había despegado de Lepantito y le hablaba con cariño continuamente para tratar de reanimarlo.
Pasó un tiempo más para que le dieran el alta. Nunca se supo que fue lo que tuvo. En la aldea, la mayoría pensaba que era brujería y realizaban los tradicionales bailes sangona para ahuyentar los malos espíritus. Lo cierto es que  en ese último mes de recuperación en el hospital, Lepantito y Conrado tuvieron la oportunidad de conectarse un poco más. Se comunicaban por algunas palabras Zulues que había aprendido Conrado y por señas. Cuando el niño fue dado de alta  retornaron a la tribu. Entonces, Conrado se preparó para volver a su ciudad, pero se había encariñado tanto con aquel niño que se le hacía difícil. – Kahle - se despidió Conrado y le dio un fuerte abrazo. Lepantito no entendía muy bien que él se estaba yendo para siempre, estaba emocionado de estar nuevamente en la aldea y poder correr y jugar con sus amigos.
Vuelta en España, Conrado no pasó un día sin pensar en Lepantito. Lo extrañaba horrores. Había pensado traerlo consigo pero no podía sacarlo de sus costumbres y cultura. Dos meses después Conrado, no aguantó más y volvió al África a visitar a Lepantito. Este, apenas lo vio, salió corriendo a su encuentro a toda prisa y se colgó de él como si fuera un árbol. Le caían lágrimas de los ojos. A los dos. Y ya nadie los separó. Conrado hizo todos los trámites necesarios para llevarlo a España.
Como viva en una ciudad muy habitada, dejo todo para mudarse a un pueblito para que el impacto del cambio no fuera tan significante.  Se mudaron a una casa modesta con un extenso patio. Lepantito estaba  feliz. Todo era nuevo, distinto para él. Siempre salía de la mano de Conrado, y le preguntaba todo a su paso. Era muy curioso. Cuando conoció a Tau, se le iluminaron los ojos de amor. Era un perro muy simpático y juguetón. Este se convertiría en una gran contención para el niño. Con el tiempo, Lepantito fue integrándose a los nuevos cánones de vida de la comunidad pueblerina. Contó con la ayuda de psicólogos, asistentes sociales, doctores y por supuesto Conrado.
No era fácil, ya que era un niño introvertido que poco decía, pero se lo notaba estable y contento. Era muy inteligente, aprendía con facilidad, sobre todo el idioma.
Los trámites de adopción fueron largos y engorrosos. Para registrarlo, Conrado tuvo que ponerle un nombre común, no le permitieron ponerle su nombre real, a lo cual se valió del nombre de pila del escritor del quijote. Igualmente siempre lo presentaba como Lepantito y así lo llamaban todos.
Conrado había mandado a hacer un brazo ortopédico a medida, pero Lepantito tardó varios años en aceptarlo. Se sentía más a gusto sin él. Le parecía muy raro y le daba impresión.
Lepantito amaba a Tau. Jugaba con él todo el tiempo. Reía. Ayudaba a Conrado en las tareas de la casa. No le tenía miedo a las tormentas eléctricas pero si a las batidoras y demás electrodomésticos. No le gustaba la televisión y andaba siempre en el patio. Conrado, a lo largo de los años, le fue comprando animales, como conejos, tortugas, gatos y demás. Lepantito los cuidaba, pasaba largo rato observándolos e investigaba cuanto pudiera sobre sus mascotas. Esto influiría, más adelante, en su elección de estudios universitarios.
La ropa fue motivo de dolor de cabeza. Le incomodaban. Le costó acostumbrarse. Andaba siempre descalzo, sea verano o invierno. Para ir a la escuela, lo obligaran a ponerse zapatos, pero él se los sacaba al rato. Prefería estar descalzo. Nada se podía hacer para que se los dejara puestos. Al final le aceptaron que fuera en ojotas los primeros años.   
En la escuela, los chicos, le decían “elefantito”. Lo querían y lo ayudaban cuanto podían. Cuando resolvía una cuenta matemática o leía un párrafo completo, todos lo felicitaban y lo aplaudían. Él, supo explicar juegos de su tribu, como el “Mbube, Mbube”, que se hizo famoso en el pueblo. Engatusaba a todos con las historias de rituales, danzas y demás costumbres de su África natal. Lepantito solía pelearse mucho. Cuando se enojaba, agarraba a su contrincante con fuerza y terminaban a las patadas y a los manotazos. Aunque tuviera un solo brazo, se defendía muy bien y peleaba a la par. 
Le gustaba mucho la música, por lo que Conrado le compro un tamborcito que Lepantito usaba con frecuencia ya que le recordaba a su tribu. Cuando se ponía nostálgico solía cantar la canción “senzeni na?”, la cual sabía entonar con su familia. Poco a poco Conrado fue enterándose de sus primeros años de vida aunque Lepantito fuera reticente a hablar de ello. Conrado siempre le decía: “confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”.
Como la escuela le quedaba cerca Lepantito iba solo con Tau. Su padre lo miraba desde la casa. El labrador lo seguía siempre, primero salía temprano a caminar con Conrado y luego acompañaba al niño. De vez en cuando se quedaba bajo la ventana, a esperarlo, o entraba traviesamente a las aulas para jugar con los niños. Pronto se convertiría en el perro de la escuela al que todos querían.
Poco a poco, Lepantito iba adquiriendo saberes y conocimientos. Conrado lo trataba como una persona mayor. Hablaban mucho. Le propuso que él le enseñara su lengua Zulú a cambio de ayudarlo con el español. Es así que los dos aprendieron mucho de las distintas formas de vida del otro. Se divertían leyendo libros de otras tribus del África o diferentes países, salían a pasear, viajaban (Lepantito nunca quiso volver a su tribu por más de que Conrado le insistiese) y aprendían mucho el uno del otro. Lepantito adoraba a Conrado. Este, no solo se convirtió en su padre, sino que también, en su mejor amigo.
Cuatro años después, María llegó a sus vidas. Era la nueva profesora de historia de Lepantito. Acababa de llegar al pueblo. Señora distinguida, sonriente y despreocupada. Tenía 45 años de edad. Cuando conoció a Lepantito, ya de 15 años, se maravilló. Se emocionaba al oír su historia de vida. Pronto se presentó  con Conrado, con quien se pasaba horas y horas hablando. Fue evidente la atracción que estos dos se tenían y no tardaron en comenzar una relación sentimental. Cuando Lepantito llegaba a casa, allí estaba María. Esto le incomodaba, pero veía a Conrado tan contento que se ponía feliz por él. Dos años después, María se mudó a la casa con ellos. Previamente, Conrado había solicitado permiso al adolescente, tratando el tema con delicadeza ya que vaticinaba un comportamiento errático, puesto que siempre estaba celando a María. Lepantito accedió pero sin ganas. Al principio la situación era buena, todos intentaban llevarse bien con el otro, pero un tiempo después, el muchacho se empezó a sentir desplazado, ardía de celos de María. Tampoco aceptaba el hecho de que ella tomara el rol de madre. Es así como comenzaron las discusiones.
La adolescencia de Lepantito fue difícil. Peleador, efusivo. Era un chico particular. Si bien era bueno, solía causar problemas. Permanecía tranquilo hasta que se enojaba y salía a los gritos y portazos. Ponía la música muy alta en la casa y peleaba con María por todo. Sus primeras novias no le duraban mucho ya que era parco y poco comunicativo. Se la pasaba en el patio con sus animales. En el año que María se mudó con ellos, Lepantito compró dos gallinas, medio a propósito, cosa que ella detestaba porque ensuciaban todo el patio y empezaban a cacarear bien temprano a la mañana. Pero era inevitable que lo hiciera. Tenía la aprobación de Conrado. En los fines de semana, el adolescente solía salir a la noche y no regresaba hasta el día siguiente. A veces aparecía borracho, y maltrataba a quien se le cruzara en su camino. Física y verbalmente. Incluso a Conrado. Fueron los dos años que más pelearon Lepantito y su padre. Aunque este tenía la facilidad de  hablar con el muchacho y hacerle entender su comportamiento inoportuno. Entonces lograba  tranquilizarlo. Pero aparecía María y todo volvía a empezar. Cuando Lepantito terminó la escuela, Conrado le ofreció pagarle la universidad en la ciudad y él acusó a María de querer sacárselo de encima. En realidad, ya habían estado hablado en los años anteriores que él se iba a ir a estudiar veterinaria a Madrid, pero en ese momento estaba tan furioso con ella que sus celos lo cegaron y optó por quedarse. Consiguió trabajo en una bicicleteria. El resto del tiempo la pasaba con sus animales: una serpiente, una tarántula, hamsters, las gallinas y por supuesto Tau, que ya se había convertido en su compañero de cuarto. Además tenían un gato. 
 Lepantito solía irse de viaje con sus amigos a varios lugares. Conrado le decía que “el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Disfrutaba conocer nuevos lugares y estudiaba todas sus características antes de emprender el viaje. Pero estando unas semanas fuera de casa comenzaba a extrañar a Conrado, a Tau y le preocupaba el cuidado de todos sus animales, que seguro María desatendía. Asique retornaba enseguida a ocupar su lugar en la casa.
A sus 21 años, un acontecimiento difícil para él marcó su vida. Tau, su fiel amigo, falleció. Esto fue un golpe duro para él ya que amaba al perro y estaba con él desde que llegó al pueblo. A partir de aquel suceso. Lepantito pensó en su futuro. No podía seguir pegado a Conrado. Decidió mudarse solo. Al principio le costó la separación a pesar de que estaba a cinco cuadras de su padre y que iba casi diariamente a ver a sus mascotas, pero de a poco fue viendo usufructo en ello: su relación con María mejoró, su carácter mismo se volvió más apacible y sentía  más libertad y autonomía. Tuvo una relación estable por unos tres años con una chica que le ayudó a seguir creciendo y solucionar sus problemas. “Donde una puerta se cierra, otra se abre”, le recordaba Conrado. Y a sus 22 años, Lepantito se mudó a la ciudad para estudiar  veterinaria en la universidad. Le costaba estar lejos del pueblo. No le gustaba el bullicio. Cada vez que podía se escapaba a ver a los suyos. Aprendió a manejar y todos los fines de semana se volvía. Usaba su brazo ortopédico en la ciudad pero jamás en el pueblo. Era muy estudioso e inteligente. Tenía muy buenas calificaciones. Y le apasionaba estudiar esta carrera.
En el patio de la casa de su padre armó una improvisada veterinaria y estudiaba allí. Conrado siempre lo dejó hacer cuanto quisiera respecto a este tema. Incluso cuando ya no vivía con él. Esto molestaba bastante a María quien no decía nada, porque ya sabía que la respuesta no sería agradable para ella. Conrado y Lepantito tenían un lazo muy estrecho y una historia singular. Lo validaba, pero era tedioso tener que limpiar el lugar y hacerse cargo de los animales. Igualmente, se alegraba del gran avance del muchacho y las ganas que depositaba en ello.
Un día gris de otoño, cerca del amanecer, Lepantito recibió un llamado de María. Cuando escuchó su voz, se le erizó la piel. No era común un llamado a aquella hora. María tenía la voz ronca, triste. Le comunicó que Conrado estaba en el Hospital. Lepantito salió disparado. Estaba atemorizado. Temblaba, lloraba. El viaje de la ciudad al pueblo se tornó inseguro y largo, no podía contener su conmoción. Cuando llegó, Conrado estaba recostado en la cama. Parecía haber envejecido veinte años de repente. Estaba lleno de cables. Se abalanzó sobre él. Lloraba como un niño. Conrado trataba de contenerlo. Había sufrido un ataque al corazón y estaba muy débil. Aquel día Lepantito no se despegó ni un segundo. Ni siquiera para ir al baño. Tenía tanto miedo de perderlo. Conrado lo tomó de la mano, sonrió y le dijo – isibhedlela - rememorando años atrás. Ubaba - le contesto Lepantito, con los ojos amorotonados de tanto llanto. Tres días estuvo internado en el hospital. Conrado tenía que consolar al muchacho. Lo aconsejaba tiernamente. Estaba débil, cansado, sin embargo no dejaba de sonreírle a su hijo. Se profesaron su amor, su agradecimiento y casi sin notarlo, se despidieron. Aquella noche, el corazón de Conrado dijo adiós. “Kahle”.


2015

1 comentario: