domingo, 11 de septiembre de 2016

Lepantito

“Umuntu, nigumuntu, magamuntu”
(Una persona es una persona a causa de los demás)

                    Le decían “Lepantito”. No porque fuera del Golfo de Lepanto, sino porque era manco. Su padre adoptivo, Conrado, fue el creativo. Cuando lo vio por primera vez, aquel 07 de Octubre en la orilla del rio Tugela, jugando, corriendo de acá para allá, sonriente, con su bracito, le dio tanta ternura y no pudo resistirse. Amaba al escritor y no dudó en apodarlo tras él. Desde entonces es conocido por este nombre.
Lepantito procedía de las tribus Zulú, en Sudáfrica. Hasta los once años de edad, nunca había salido de estas tierras y llevaba una vida muy distinta a la de la civilización. Era un niño tímido pero travieso. Le encantaba jugar a la orilla del río, cantar y bailar. Tenía un andar distinguido y una mirada enigmática. Sus ojos oscuros, perfectamente redondos, atraían a cualquiera. Era especial. Conrado, no pudo dejar de observarlo desde el día en que lo conoció.
Al principio, lo miraba a la distancia, luego, a medida que pasaban los días y su cara se hacía conocida, se acercaba para saludarlo con un “Sawubona”, a lo que Lepantito, lo miraba extrañado por unos segundos y luego lanzaba un “sawubona”, casi en susurro, para salir corriendo junto sus amigos. Conrado trataba de aprender su lengua para conocer las costumbres de la región. Para ello se valía de los aldeanos que hablaban inglés – idioma que los Zulú utilizaban para comunicarse con los extranjeros – y aprender de ellos. Fueron estos quienes lo introdujeron en la escueta historia que se sabía del niño de un solo brazo.
Lepantito, había perdido a toda su familia hacia  aproximadamente un año, momento en el que llegó a esta aldea, sólo y temeroso, buscando refugio. Rondaba los 11 años de edad. Todos los aldeanos lo acobijaron en un santiamén preocupándose por su bienestar. Estaba hambriento, sediento y nervioso. No hablaba, solo atinaba a cobijarse bajo los brazos maternales de alguna mujer. Nada dijo por varios días. Con el tiempo se fue soltando y adaptando a la nueva comunidad. Explico a regañadientes cómo había perdido a su familia. Pero negaba explicar más sobre el tema. Por las noches, llamaba en sollozos, a su “Umama”. Siempre estaba medio enfermo. A veces, en solitario,  se quedaba quieto en algún lugar cantando la canción “Senzani na?”, costumbre que nunca perdió en su vida. Comía poco, dormía en diferentes chozas, ya que se negaba rotundamente a establecerse con alguna familia. Sin embargo, en los momentos que estaba bien, sonreía con placer y se divertía como nunca. Ofrecía su ayuda en cuanto pudiera y siempre agradecía por sus cuidados: Ngiyabonga -  decía con su carita tierna. Era un niño bien educado. Todos en la tribu lo cuidaban y se preocupaban por él. Se hacía querer.
Conrado estaba de paso allí, sacando fotografías a la tribu. Era español, vivía en Madrid. Se apasionó tanto por la vida de Lepantito que se quedó más tiempo de lo planeado. Le intrigaba conocerlo. Era un maestro retirado, de unos cincuenta años de edad. Alto, canoso, de ojos color pardo. Muy inteligente y bondadoso. Separado. Tenía una hija de treinta que vivía en América. Su única compañía era su cachorro labrador, Tau. En la actualidad, trabajaba para una revista escribiendo artículos de diferentes temáticas. No necesitaba realmente trabajar puesto que había heredado una gran fortuna de su abuelo. Pero, como era aventurero y disfrutaba conocer diferentes culturas, se embarcó en la tarea de realizar artículos de distintas culturas del mundo. Eh aquí que desembocó en la tribu Zulú.
Uno de esos días en que Conrado estaba investigando esta cultura, Lepantito enfermo gravemente. Levantó mucha fiebre y sentía dolor en todo el cuerpo. Recurrieron al Inyanga (médico) y también a la sangoma (curandera) del lugar quienes hicieron todo a su alcance, pero nada resultaba. El niño empeoraba cada día un poco más hasta quedar inconsciente. Permaneció más de un mes en este estado hasta que Conrado se lo llevó a la ciudad más próxima, a un hospital.
Pasaron dos meses más antes de que a Lepantito pudiera abrir los ojos y tener consciencia. - Umama, Ubaba - Gritó. Pero no hubo respuesta, miro azorado a su alrededor. Se asustó. Nada le era familiar. Todo diferente. Se desesperaba y seguía llamando a sus padres. Conrado lo tomo de la mano y trato de calmarlo. Isibhedlela - le decía, explicándole que estaba en un hospital. Él reconoció la voz y se tranquilizó. Es que en los últimos tres meses, Conrado nunca se había despegado de Lepantito y le hablaba con cariño continuamente para tratar de reanimarlo.
Pasó un tiempo más para que le dieran el alta. Nunca se supo que fue lo que tuvo. En la aldea, la mayoría pensaba que era brujería y realizaban los tradicionales bailes sangona para ahuyentar los malos espíritus. Lo cierto es que  en ese último mes de recuperación en el hospital, Lepantito y Conrado tuvieron la oportunidad de conectarse un poco más. Se comunicaban por algunas palabras Zulues que había aprendido Conrado y por señas. Cuando el niño fue dado de alta  retornaron a la tribu. Entonces, Conrado se preparó para volver a su ciudad, pero se había encariñado tanto con aquel niño que se le hacía difícil. – Kahle - se despidió Conrado y le dio un fuerte abrazo. Lepantito no entendía muy bien que él se estaba yendo para siempre, estaba emocionado de estar nuevamente en la aldea y poder correr y jugar con sus amigos.
Vuelta en España, Conrado no pasó un día sin pensar en Lepantito. Lo extrañaba horrores. Había pensado traerlo consigo pero no podía sacarlo de sus costumbres y cultura. Dos meses después Conrado, no aguantó más y volvió al África a visitar a Lepantito. Este, apenas lo vio, salió corriendo a su encuentro a toda prisa y se colgó de él como si fuera un árbol. Le caían lágrimas de los ojos. A los dos. Y ya nadie los separó. Conrado hizo todos los trámites necesarios para llevarlo a España.
Como viva en una ciudad muy habitada, dejo todo para mudarse a un pueblito para que el impacto del cambio no fuera tan significante.  Se mudaron a una casa modesta con un extenso patio. Lepantito estaba  feliz. Todo era nuevo, distinto para él. Siempre salía de la mano de Conrado, y le preguntaba todo a su paso. Era muy curioso. Cuando conoció a Tau, se le iluminaron los ojos de amor. Era un perro muy simpático y juguetón. Este se convertiría en una gran contención para el niño. Con el tiempo, Lepantito fue integrándose a los nuevos cánones de vida de la comunidad pueblerina. Contó con la ayuda de psicólogos, asistentes sociales, doctores y por supuesto Conrado.
No era fácil, ya que era un niño introvertido que poco decía, pero se lo notaba estable y contento. Era muy inteligente, aprendía con facilidad, sobre todo el idioma.
Los trámites de adopción fueron largos y engorrosos. Para registrarlo, Conrado tuvo que ponerle un nombre común, no le permitieron ponerle su nombre real, a lo cual se valió del nombre de pila del escritor del quijote. Igualmente siempre lo presentaba como Lepantito y así lo llamaban todos.
Conrado había mandado a hacer un brazo ortopédico a medida, pero Lepantito tardó varios años en aceptarlo. Se sentía más a gusto sin él. Le parecía muy raro y le daba impresión.
Lepantito amaba a Tau. Jugaba con él todo el tiempo. Reía. Ayudaba a Conrado en las tareas de la casa. No le tenía miedo a las tormentas eléctricas pero si a las batidoras y demás electrodomésticos. No le gustaba la televisión y andaba siempre en el patio. Conrado, a lo largo de los años, le fue comprando animales, como conejos, tortugas, gatos y demás. Lepantito los cuidaba, pasaba largo rato observándolos e investigaba cuanto pudiera sobre sus mascotas. Esto influiría, más adelante, en su elección de estudios universitarios.
La ropa fue motivo de dolor de cabeza. Le incomodaban. Le costó acostumbrarse. Andaba siempre descalzo, sea verano o invierno. Para ir a la escuela, lo obligaran a ponerse zapatos, pero él se los sacaba al rato. Prefería estar descalzo. Nada se podía hacer para que se los dejara puestos. Al final le aceptaron que fuera en ojotas los primeros años.   
En la escuela, los chicos, le decían “elefantito”. Lo querían y lo ayudaban cuanto podían. Cuando resolvía una cuenta matemática o leía un párrafo completo, todos lo felicitaban y lo aplaudían. Él, supo explicar juegos de su tribu, como el “Mbube, Mbube”, que se hizo famoso en el pueblo. Engatusaba a todos con las historias de rituales, danzas y demás costumbres de su África natal. Lepantito solía pelearse mucho. Cuando se enojaba, agarraba a su contrincante con fuerza y terminaban a las patadas y a los manotazos. Aunque tuviera un solo brazo, se defendía muy bien y peleaba a la par. 
Le gustaba mucho la música, por lo que Conrado le compro un tamborcito que Lepantito usaba con frecuencia ya que le recordaba a su tribu. Cuando se ponía nostálgico solía cantar la canción “senzeni na?”, la cual sabía entonar con su familia. Poco a poco Conrado fue enterándose de sus primeros años de vida aunque Lepantito fuera reticente a hablar de ello. Conrado siempre le decía: “confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”.
Como la escuela le quedaba cerca Lepantito iba solo con Tau. Su padre lo miraba desde la casa. El labrador lo seguía siempre, primero salía temprano a caminar con Conrado y luego acompañaba al niño. De vez en cuando se quedaba bajo la ventana, a esperarlo, o entraba traviesamente a las aulas para jugar con los niños. Pronto se convertiría en el perro de la escuela al que todos querían.
Poco a poco, Lepantito iba adquiriendo saberes y conocimientos. Conrado lo trataba como una persona mayor. Hablaban mucho. Le propuso que él le enseñara su lengua Zulú a cambio de ayudarlo con el español. Es así que los dos aprendieron mucho de las distintas formas de vida del otro. Se divertían leyendo libros de otras tribus del África o diferentes países, salían a pasear, viajaban (Lepantito nunca quiso volver a su tribu por más de que Conrado le insistiese) y aprendían mucho el uno del otro. Lepantito adoraba a Conrado. Este, no solo se convirtió en su padre, sino que también, en su mejor amigo.
Cuatro años después, María llegó a sus vidas. Era la nueva profesora de historia de Lepantito. Acababa de llegar al pueblo. Señora distinguida, sonriente y despreocupada. Tenía 45 años de edad. Cuando conoció a Lepantito, ya de 15 años, se maravilló. Se emocionaba al oír su historia de vida. Pronto se presentó  con Conrado, con quien se pasaba horas y horas hablando. Fue evidente la atracción que estos dos se tenían y no tardaron en comenzar una relación sentimental. Cuando Lepantito llegaba a casa, allí estaba María. Esto le incomodaba, pero veía a Conrado tan contento que se ponía feliz por él. Dos años después, María se mudó a la casa con ellos. Previamente, Conrado había solicitado permiso al adolescente, tratando el tema con delicadeza ya que vaticinaba un comportamiento errático, puesto que siempre estaba celando a María. Lepantito accedió pero sin ganas. Al principio la situación era buena, todos intentaban llevarse bien con el otro, pero un tiempo después, el muchacho se empezó a sentir desplazado, ardía de celos de María. Tampoco aceptaba el hecho de que ella tomara el rol de madre. Es así como comenzaron las discusiones.
La adolescencia de Lepantito fue difícil. Peleador, efusivo. Era un chico particular. Si bien era bueno, solía causar problemas. Permanecía tranquilo hasta que se enojaba y salía a los gritos y portazos. Ponía la música muy alta en la casa y peleaba con María por todo. Sus primeras novias no le duraban mucho ya que era parco y poco comunicativo. Se la pasaba en el patio con sus animales. En el año que María se mudó con ellos, Lepantito compró dos gallinas, medio a propósito, cosa que ella detestaba porque ensuciaban todo el patio y empezaban a cacarear bien temprano a la mañana. Pero era inevitable que lo hiciera. Tenía la aprobación de Conrado. En los fines de semana, el adolescente solía salir a la noche y no regresaba hasta el día siguiente. A veces aparecía borracho, y maltrataba a quien se le cruzara en su camino. Física y verbalmente. Incluso a Conrado. Fueron los dos años que más pelearon Lepantito y su padre. Aunque este tenía la facilidad de  hablar con el muchacho y hacerle entender su comportamiento inoportuno. Entonces lograba  tranquilizarlo. Pero aparecía María y todo volvía a empezar. Cuando Lepantito terminó la escuela, Conrado le ofreció pagarle la universidad en la ciudad y él acusó a María de querer sacárselo de encima. En realidad, ya habían estado hablado en los años anteriores que él se iba a ir a estudiar veterinaria a Madrid, pero en ese momento estaba tan furioso con ella que sus celos lo cegaron y optó por quedarse. Consiguió trabajo en una bicicleteria. El resto del tiempo la pasaba con sus animales: una serpiente, una tarántula, hamsters, las gallinas y por supuesto Tau, que ya se había convertido en su compañero de cuarto. Además tenían un gato. 
 Lepantito solía irse de viaje con sus amigos a varios lugares. Conrado le decía que “el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Disfrutaba conocer nuevos lugares y estudiaba todas sus características antes de emprender el viaje. Pero estando unas semanas fuera de casa comenzaba a extrañar a Conrado, a Tau y le preocupaba el cuidado de todos sus animales, que seguro María desatendía. Asique retornaba enseguida a ocupar su lugar en la casa.
A sus 21 años, un acontecimiento difícil para él marcó su vida. Tau, su fiel amigo, falleció. Esto fue un golpe duro para él ya que amaba al perro y estaba con él desde que llegó al pueblo. A partir de aquel suceso. Lepantito pensó en su futuro. No podía seguir pegado a Conrado. Decidió mudarse solo. Al principio le costó la separación a pesar de que estaba a cinco cuadras de su padre y que iba casi diariamente a ver a sus mascotas, pero de a poco fue viendo usufructo en ello: su relación con María mejoró, su carácter mismo se volvió más apacible y sentía  más libertad y autonomía. Tuvo una relación estable por unos tres años con una chica que le ayudó a seguir creciendo y solucionar sus problemas. “Donde una puerta se cierra, otra se abre”, le recordaba Conrado. Y a sus 22 años, Lepantito se mudó a la ciudad para estudiar  veterinaria en la universidad. Le costaba estar lejos del pueblo. No le gustaba el bullicio. Cada vez que podía se escapaba a ver a los suyos. Aprendió a manejar y todos los fines de semana se volvía. Usaba su brazo ortopédico en la ciudad pero jamás en el pueblo. Era muy estudioso e inteligente. Tenía muy buenas calificaciones. Y le apasionaba estudiar esta carrera.
En el patio de la casa de su padre armó una improvisada veterinaria y estudiaba allí. Conrado siempre lo dejó hacer cuanto quisiera respecto a este tema. Incluso cuando ya no vivía con él. Esto molestaba bastante a María quien no decía nada, porque ya sabía que la respuesta no sería agradable para ella. Conrado y Lepantito tenían un lazo muy estrecho y una historia singular. Lo validaba, pero era tedioso tener que limpiar el lugar y hacerse cargo de los animales. Igualmente, se alegraba del gran avance del muchacho y las ganas que depositaba en ello.
Un día gris de otoño, cerca del amanecer, Lepantito recibió un llamado de María. Cuando escuchó su voz, se le erizó la piel. No era común un llamado a aquella hora. María tenía la voz ronca, triste. Le comunicó que Conrado estaba en el Hospital. Lepantito salió disparado. Estaba atemorizado. Temblaba, lloraba. El viaje de la ciudad al pueblo se tornó inseguro y largo, no podía contener su conmoción. Cuando llegó, Conrado estaba recostado en la cama. Parecía haber envejecido veinte años de repente. Estaba lleno de cables. Se abalanzó sobre él. Lloraba como un niño. Conrado trataba de contenerlo. Había sufrido un ataque al corazón y estaba muy débil. Aquel día Lepantito no se despegó ni un segundo. Ni siquiera para ir al baño. Tenía tanto miedo de perderlo. Conrado lo tomó de la mano, sonrió y le dijo – isibhedlela - rememorando años atrás. Ubaba - le contesto Lepantito, con los ojos amorotonados de tanto llanto. Tres días estuvo internado en el hospital. Conrado tenía que consolar al muchacho. Lo aconsejaba tiernamente. Estaba débil, cansado, sin embargo no dejaba de sonreírle a su hijo. Se profesaron su amor, su agradecimiento y casi sin notarlo, se despidieron. Aquella noche, el corazón de Conrado dijo adiós. “Kahle”.


2015

Inconsistencia

Esta intermitencia...este correr asiduo que abruptamente se para a contemplar la bruma. Si la bruma, aquella que desde atrás se posiciona adelante y se hace contemplar. Te envuelve risueña y contigo va hacia allá, hacia donde tú vas. Con los sueños al hombro. Y juntos salen a andar la vida. Y cuando la bruma finalmente se disipa, allí todo lo ves, el camino que has recorrido, lleno de aberrantes bestias invisibles dentro de la materia higroscópica, allí ves el etéreo lago al flanco del sendero. Vuelta la vista al horizonte por delante, descubres el glorioso atardecer infinito que algún día ocurrirá, entre risas y campanas, entre miradas y lecturas. 
     A veces quisiera parecer cantar, pero grita. Otras veces canta tan dulcemente que los helechos se elevan al sol. A veces muda, a veces verborragia pero siempre mágica. No vale la forma sino lo que es en sí: Magia. Es simplemente eso, andar en la bruma viendo y dejando de ver, envuelta en la benevolencia de una magia intermitente.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Domingo silencioso

Estaba cansada, fastidiada. No sabía exactamente por qué,  no obstante sentía en su interior un atisbo de molestia. El sol ya dejaba el día. Dudó por un instante qué hacer y a continuación se calzó el jogging y se fue a su clase de Pilates. Una vez frente al espejo, hacía los ejercicios sin demasiado esmero. Miraba su reflejo y pensaba qué era lo que la había afectado. Pensó en todo lo que había hecho en el día: las conversaciones que tuvo, las noticias que leyó, el trabajo, etc. Nada le parecía significante. Sin embargo aún sentía una pequeña indignación. Mientras estaba mezclada allí, entre buscar una respuesta a su enojo y realizar correctamente los ejercicios, observaba su cuerpo moverse. Estaba recostada sobre su lado izquierdo, levantando y bajando la pierna derecha cuando notó que en esta pierna, en vez de tener un pie, tenía una mano.
Al principio no le dio importancia, pensó que estaba viendo visiones puesto que estaba concentrada en otra cosa y apenas parpadeaba, miraba de fondo. Pero a medida que los segundos pasaban, se daba cuenta de que realmente había allí una mano. Parecía un puño cerrado. Miraba atenta. Nadie más parecía percibirlo, o no la habían visto aun. Alejó la mirada unos momentos para despejar su mente y volvió su mirada al pie. Efectivamente, había una mano. De un salto se incorpora para verse directamente. Se impresiona. Los demás la miraban extrañados. Ella estaba sorprendida, los miraba y retornaba la vista a su pierna varias veces pero nadie se inmutaba. Volvió a recostarse para hacer los ejercicios. Quizá estaba soñando. Miraba su tercera mano con interrogación. Comenzó a mover su “mano” para atrás y para adelante en el aire. Pareciera como si la mano la saludara. De repente, siente pavor al pensar que ésta pudiese cobrar vida propia y empezara a moverse sola. Sin embargo, se contuvo y siguió la clase como si nada. Al momento de levantarse no sabía qué hacer. ¿Tendría equilibrio? ¿Podría caminar? Se levantó disimuladamente con el pie izquierdo, teniendo el derecho en el aire y brinco hasta la pared donde estaban sus pertenencias. La gente la miraba asombrada. Ella sonrió levemente mientras agachaba la cabeza un poco avergonzada. Se sentó para calzarse. Primero se puso la media y la zapatilla del pie izquierdo y se detuvo con la mirada puesta en su pierna derecha. Fue en ese instante en que advierte que la mano de la pierna tiene seis dedos. Era una mano más pequeña que las otras dos. No salía de su asombro. Tenía que estar soñando. El profesor se acerca y le pregunta si está bien. Ella lo mira atónita por unos segundos esperando que este note la situación, sin embargo, lo único extraño que nota es su actitud. Le dice rápidamente que está bien y sin pensar se pone la media y la zapatilla a toda prisa para salir de allí. Cuando se da cuenta, estaba caminando. Se paraliza. No sentía nada raro. Era como si tuviera pie. Caminaba normal. Así que continuó caminando a su hogar. Al llegar se dispuso a sacarse las zapatillas. Sonrió para sus adentros pensando que era una tontería y que iba a ver su pie derecho. ­– Estuve alucinando –  se decía.  Pero para su sorpresa, cuando se descalzó, allí estaba la mano. Su cara se transformó.  Quiso alejarse de ello pero era imposible, era una parte de su cuerpo. Permaneció parada con la pierna derecha en el aire bien alejada de ella, como si eso la ayudara en algo. No sabía cómo proceder.
Su novio tardaría un par de horas más en llegar. Lo llamó pero no contestó. Igualmente, ¿Que le iba a decir? Era ilógico. Trató de calmarse y pensó. De pronto, estiró los dedos de aquella mano como si fueran dedos de pie. Los dedos se abrieron alargándose. Acto seguido apoyó la mano en el suelo. Fue un acto inconsciente. Sorprendida miraba para abajo sus piernas, la una con el pie y la otra con la mano. Era una imagen escalofriante. Pero, en efecto, estaba parada en perfecto equilibrio. No se atrevía a caminar, pero quería hacerlo.  Toma coraje y levanta la pierna derecha para comenzar a andar, ve como su mano se desprende del suelo desde la muñeca hasta los dedos, para avanzar, y como se vuelve a aplanar para apoyarse en el suelo, desde la muñeca hasta los dedos también. Camina por la habitación, entre confundida y estupefacta. Se tranquiliza. Se calza. No quiere ver la mano. Ya fue suficiente. 
Unas horas después, Pedro llega a casa. Ella lo lleva al sillón y lo sienta. Se saca la zapatilla. Él mira sin comprender. – ¿Qué pasa? – dice. Ella lo mira – ¿No me digas que no ves la mano?
Él – No ¿qué mano?
Ella mira la pierna y ve todavía esa mano ahí. – ¡La mano! – dice temperamental y le señala el pie.
Él – ¡Estás loca! ¿¡Qué mano!?– Contesta nervioso.
Ella levanta su pierna derecha y se la pone en la cara. – ¡Esta mano! – Dice gritando furiosa. – ¡Pégame que estoy soñando sino!
Él aparta su pierna con fuerza. – ¡Sacame tu pie de encima mujer! ¡Estás loca de remate!  ¡¿Me estas cargando!?
Ella – ¡SI! Estoy loca. Enloquecí. ¡Mira! ¡Es una mano! ¡La veo perfectamente! ¡¿Cómo puede ser que soy la única que la ve!? – se pone nuevamente el calzado y se va furiosa a la habitación. Esa noche no hablaron más del tema. No hablaron de nada. Ella durmió con la zapatilla puesta.
Al otro día cuando despertaron, ya ni se acordaban de la situación. Ella caminó dormida al baño. Cuando cobró sentido y vio que tenía una zapatilla puesta, recordó. Se quedó unos cuantos segundos esperando tomar la decisión de descalzarse. Con un brusco movimiento se arrancó la zapatilla y vio que estaba la mano. Se desganó. – Me voy a la guardia – dijo secamente. Se vistió con suma rapidez con lo primero que encontró y se fue al hospital más cercano. Su novio fue tras ella. En la guardia, no le encontraron nada. La mandaron a un psicólogo. Ella estaba fastidiada y frenética. Se fue al trabajo y no mencionó a nadie su situación. En el transcurso del día, aflojó su furia y hasta se olvidó de la mano extra. Arregló todos sus asuntos pendientes, adelantó trabajo. Trataba de estar ocupada. Su humor fue cambiando, hasta estaba contenta con la labor hecha. No pensó en la mano hasta la noche cuando su novio llegó a casa.
Pedro, estaba preocupado, angustiado. No sabía qué le pasaba a su novia ni cómo podía ayudarla. Estuvo todo el día pensando en ella. Estaba molesto porque no entendía. ¿Lo quería volver loco? ¿Le estaba diciendo la verdad? Ella seguía sin ganas de hablar del tema, quería cenar en paz. Después vería. Se acostaron.
Al día siguiente, cuando se levantaron, ella, que había dormido con la zapatilla puesta, se descalzó para ir a bañarse, y para su sorpresa, ya no tenía una mano en vez del pie. Miró con cariño su pie perdido y se fue a bañar contenta. Cuando salió, fue a contarle a su novio. Este tenía una cara de espanto importante. Le mostró su pierna izquierda.
¿Qué pasa? – le dijo ella.
¿No ves? – Tengo una mano. Le dijo él con pavor.
Ella no veía nada. Pensó que se estaba burlando. Y le mostro su pie. – Mira. Ya está. Vuelta a la normalidad. No te hagas el chistoso. Caso cerrado.
Pero él no aflojaba. Veía en serio una mano. Ella no podía verlo. Se enojaron los dos. Discutieron. Él, porque ella no lo acompañaba; ella, porque pensaba que la estaba cargando. Así paso el día. Pedro no salía de la cama. Estaba realmente asustado. Le horrorizaba ver la mano. A la noche, ella por fin comprendió y le creyó. Trató de consolarlo. Le dijo que ya se le iba a pasar.
Aquella noche ella durmió plácidamente. Él no pudo pegar un ojo hasta 40 minutos antes de que su novia despertara. Era un domingo silencioso. Antes de abrir los ojos, como era su costumbre, ella metió los pies entre los de él. Plácidamente dormido, Pedro le acariciaba sus piernas. Ella sonreía entre sueños. Luego le empezó a hacer cosquillas en el pie. Ella reía. Como no paraba, abrió los ojos para que aflojara y vio a su novio durmiendo a su lado con los brazos abrazando la almohada. Seguía sintiendo las cosquillas. A toda velocidad se incorporó con un grito. Desatendió las sabanas y vio como la mano de la pierna de su novio le hacía cosquillas. Pegó un nuevo alarido que despertó a Pedro. Ella ya estaba al otro lado de la habitación con cara de pánico. Él la miro, aturdido, no lograba despertarse y tenía el tímpano a punto de romperse por los gritos de su novia. Tardó unos minutos en comprender. Ella veía su mano. Los dos estaban realmente asustados. Ella se miraba el cuerpo para ver si tenía alguna otra anomalía. Él estaba sentado en la cama custodiando su tercera mano, al borde de la locura. Luego de un tiempo se calmaron ambos y permanecieron quietos en su lugar, sin moverse o proferir palabras. Cada uno sumido en sus pensamientos, sin siquiera mirarse. Luego ella se acercó a él. – Tranquilo. Pensemos. Si no lo ve nadie más es porque no existe. Es algo pasajero. Como me pasó a mí. Mañana ya no vas a tener nada.
Pedro – Sí, claro pero yo nunca vi tu mano. Y vos ahora, está claro que sí ves la mía. Llama al médico. No. No lo llames. ¿Y si ve la mano? ¿Qué va a pasar? –decía cada vez más desesperado.
Ella –Tranqui. Tranqui. No hay nada. No va a ver la mano. Vayamos para que te serenes. Estoy segura de que no la va a ver.
Él – Yo de acá no me muevo. ¿Cómo voy a caminar?
Ella –Parate, vas a ver. Es como si tuvieras pie. En realidad es un pie y nosotros lo vemos como mano.
Él – ¡No, no! Es una mano. ¡Es una mano!
Ella estiro sus manos para tomar esa mano.
¿¡Qué haces!? –  dijo él con espanto.
Ella – Es un pie. Cuando lo agarre vas a ver como vemos el pie–  agarra la mano. A su vez, ésta la agarra a ella. Los dos se miran. Ella se aparta consternada.
Mirá, tenes que olvidarte del tema. Hacé tu vida normal y va a desaparecer, no hablemos más de esto. Te digo. Yo hice eso y se me fue – dijo convencida.
Pedro – ¿¡Cómo voy a dejar de pensar en esto!?
Enfocá tu cabeza en otra cosa. Dale. Animate, no pasa nada. Levantate. Yo te ayudo. Ella se para, pero él está quieto en la cama, y lo toma de las manos para levantarlo a la fuerza. Él mira para arriba, boquiabierto.
Ella – ¿Qué sentís?
Él – Nada.
Ella – Bien. Vamos bien. Camina.
El titubea pero comienza a caminar. Siempre con la cabeza en alto.
¡Estoy caminando! Decía entre contento y temeroso. A cada paso que daba más confianza tomaba. Hasta que se creyó que tenía los dos pies y miró para abajo. Allí estaba la mano. Apartó rápidamente la vista. Y se acostó en la cama tapando la mano de la pierna con la sabana. Pasó el día. Trataron de no hablar del tema pero él no podía evitar acordarse de la situación en la que estaba sumido. Sin embargo, de algún modo estaba más tranquilo.
Se acostaron a dormir. Luego de un rato, que parecía que ambos dormían, ella se levanta despacio, agarró su almohada y una manta que había dejado cerca y se va al sillón. Dos minutos después, él la va a ver.
Pedro – ¿Qué haces? Dijo con cara de pollito mojado.
Ella lo mira, sin saber que decir.
Pedro ya enojado – ¿Te venís a dormir acá? Que, ¿no querés dormir con este adefesio? ¡Yo dormí con vos! – dijo consternado.
Ella - Es que… tengo miedo que vuelva a mí. ¡Qué sabes! Cuando yo tenía la mano, vos no, y cuando se me fue, te apareció a vos. No la quiero de vuelta.
Pedro – ¿y si no se me va más? Que ¿vas a dormir siempre acá en el sillón? ¿Te vas a escurrir mientras pensás que duermo? – estaba enervado. Se da media vuelta y vuelve a la cama. Ella lo sigue.
Ella – Tenés razón. Perdóname. Es que no es fácil. Yo también estoy asustada. Vos no me creías y me tratabas de loca. Yo estoy acá con vos.
Él – Sí, pero ahora te estas yendo. Vos me hubieses tratado de loco a mí, seguro.
Ella – Ok. No te enojes. Perdón. Ya vamos a poder resolverlo– y diciendo esto se acostó a su lado abrazándolo. Sus piernas estaban al otro extremo de la cama, los pies fuera de ella.
Al día siguiente lo primero que hicieron ambos fue mirarse los pies. Ella sonrió, él no. Allí estaba la mano. Ambos se desganaron.
Ella – Andá al trabajo y despejate.
Pedro – Ni loco. Yo me quedo acá. No salgo.
Ella – Así es peor. Tenés que salir. ¿Te vas a quedar solodándole importancia a esta mano? Salí y hace tu vida, vas a ver como se te olvida y se te pasa. No la vas a ver más a la mano.
Con paciencia ella lo ayudó a seguir. Se arregló y salió a trabajar. Así pasaron dos días más. Trataba de olvidarse, pero le costaba. La mano seguía estando allí. Hasta que al cuarto día de tener la mano en su pierna, en el día de su cumpleaños, Pedro se olvidó por completo de su mano extra. Pasó el día festejando y relajado. Al día siguiente se levantó como si nada, se bañó, se cambió y salió a trabajar, luego se fue a jugar al fútbol. Hizo su vida normal sin notar sus pies. Ella los vio, sus dos pies perfectamente en su lugar, y no dijo nada. Todo volvía  a la normalidad.


La naturaleza anda diciendo...

Muerdo con fuerza, con tanta energía que mis colmillos parecen romperse. Es que aún estamos en la cima de nuestro amor. Mezclando nuestros cuerpos salvajemente. Roen impacientes unos con otros y necesitan de tu cuerpo. Entonces, en mi cabeza, esto se hace insostenible e instintivamente lo hago: te abrazo con este cuerpo mío y te devoro. Estabas tan apetitoso que no pude resistirme y me lancé hacia vos. O te lancé a mi boca.
Gemías mientras yo saboreaba tu cuerpo. Era necesario, casi sin notarlo, por inercia, te comía vivo. Mis ojos te miraban pero no te veían. Sabía que eras vos y sabía lo que estaba pasando. El impulso seguía. Vos ahí, casi obligado, me ayudabas, te inclinabas para ayudarme en la tarea de comerte. ¿Eras conciente de que te iba a comer? Yo, ahora preñada de vos, con crías que nacerán sin padre puesto que me lo estoy comiendo. Canibalismo. Lo siento.
Te enlacé con mis enredos, te engalané y te traje hacia mí. Trémulo, ahí estabas, dispuesto a seguir tu destino. Me abalancé con ganas, con ímpetu, con ansiedad. No sabía lo que realmente pasaba, no habíamos consumado aun nuestro amor y ya estaba comiéndote. Mis patas te abrazaban y apretaban fuerte, aunque nunca fue tu intensión escaparte. Momento delicioso, saciado. Mis labios rozaban tu cuerpo mientras entrabas en mí. Te besé todo, te acaricie el cuerpo, te disfruté completo.

Era preciso hacerte mi comida, tal vez para proteger a mis futuros retoños. Algo me exigía esta acción y creo que vos también lo sabias. No opusiste resistencia. Mis ocho ojos te miraban con placer, mis ocho patas te sostenían el cuerpo. Esa sensación de que todo estaba bien. Este canibalismo sexual, aunque no lo quisiéramos, aunque no entendiéramos, y a nuestra manera, lo emprendimos juntos. Te comí y me dejaste comerte. Nos conectamos. Fue de a dos. Sacié con tu cuerpo la voracidad que me provocó tu mismo cuerpo.