Y se oyen las olas romper
contra las rocas. Las gaviotas vuelan. El viento sopla ráfagas saladas. En lo
alto, en la cumbre, se lo ve a él. Sus gafas, su típica campera, bermudas y
zapatillas. Está sentado en las rocas contemplando el mar. Piensa. Aquel no es
el mar que solía conocer. Está más rudo, más crudo, más atrevido. Aquel mar
ruge, impone, exige; no pide. Aquel mar lleva y trae en sus olas muchos
recuerdos, sus recuerdos…y su presente. Aquel mar no espera, opera. Saca de él
los sentimientos más arraigados en su ser. Los trasluce, los desnuda, los aja,
los deja al rojo vivo. Se sienten. Aquel mar grita, ensordece, aclara, reclama,
dispone y reina.
Y él entiende. Y escucha.
Ve y se deja ver, deja que ese bravo mar saque de sí sus más recónditos
atardeceres. Todo. Aquel mar trae, en sus olas, lo bueno, exitoso y fantástico
de su vida y aquel mar trae, en sus olas, lo malo, el fracaso, lo hiriente de su vida.
Trae todo aquello y se lo lleva vuelta al mar. Lo trae y lo lleva. Lo busca, lo
encuentra lo acerca y lo devuelve. Aquel mar muestra, demuestra. Expone.
Aquel mar aclara sus pensamientos, sus sentimientos, los arma, los desarma y
los vuelve al mar. Viene y se va. Aquel mar. Y él lo ve. Aquel nuevo mar
furioso y deseoso lo levanta. Se levanta. Se mantiene en pie, vista fija al
mar, aquí cerca, donde rompen las olas en sus rocas. Y el viento comienza a
silbar. Y silba cada vez más intenso y más, más intenso. Él está firme oteando
el horizonte frente al mar. No se deja arrastrar por aquel viento silbador. Y
se contagia de mar. Y de viento. Se adueña de sus purezas, de sus firmezas. Se siente poderoso,
se energiza. Sinergiza con el mar. Sonríe. Ha descubierto su verdad. Aquel hombre pensativo se
mimetiza con aquel mar. Ruge con aquel mar. Y ese hombre
se pone a andar. Sale a la conquista con seguridad, cargado de mar y viento. Va…él
y el mar.
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