Y
una lágrima calló. Y sopló, sopló tanto que llegó al mar. Ese mar cálido, lleno
de gotas de agua salada. Y la dulce lágrima naufragó allí, rodeada de aquellas
gotas que la invitaban a pasear en la ciudad de sal. Recorrió ese mar punta a
punta, observó animales emocionantes, arrecifes coloridos, contempló los
atardeceres más bellos, escuchó los sonidos más apacibles que haya escuchado.
Lagrima viajera. Escaló las olas más altas y buceó por las profundidades más
silenciosas. Y en cada lugar, fue depositando un poquito de su ser, convidando
al mar, sentimiento, y dejándose llenar de sal, de mar. Y en un mágico
atardecer, la lágrima salada calló rendida dejándose ser, transformándose en
gota de mar. Y al día siguiente, con los rayos del sol, se atrevió a subir por
el sendero marcado de la brisa que acuna. Su cuerpo mutó a un cristal celestial
llegando donde descansaban sus nuevas compañeras de viaje. Desde allí oteó
aquella inmensidad bajo suyo, para luego caer en forma de lluvia, desembocando
en el río de la montaña más hermosa que haya visto. Su cuerpo esta vez se
convirtió en agua dulce, fresca. Junto con las demás gotas, corría por aquella
montaña, hasta que unas manos conocidas la tomaron de sorpresa. Vio con alegría
acercarse una sonrisa. Entró en aquella boca con ganas de beber y la complació
con su frescura. Y entró a ese cuerpo conocido. Ese lugar por la cual pasó a
esa última vez que se vieron, cuando calló de esos ojos tristes que ahora
estaban radiantes.
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